La trastienda de los dispositivos cerebrales: esperanza, abandono y una deuda ética con los pacientes
Qué sucede cuando una tecnología experimental cambia vidas pero luego el sistema de salud deja de cubrirla
En un mundo donde la medicina avanza a pasos agigantados, los tratamientos experimentales ofrecen una luz de esperanza a quienes enfrentan enfermedades mentales severas. Tal es el caso de los implantes cerebrales diseñados para tratar la depresión resistente a toda otra terapia. Pero detrás de esa esperanza se esconde una dura realidad: muchos pacientes que se sometieron a estas intervenciones pioneras ahora viven con la incertidumbre de si podrán mantener su salud, simplemente porque las aseguradoras no quieren cubrir el seguimiento ni el reemplazo de los dispositivos. Esta es la historia de una nueva brecha ética en el sistema sanitario.
El tratamiento que prometía devolver la vida
Carol Seeger y Brandy Ellis, ambas pacientes diagnosticadas con depresión mayor resistente a tratamiento, recurrieron a una terapia experimental en la última etapa de la desesperación: la estimulación cerebral profunda (DBS, por sus siglas en inglés). El procedimiento, consistente en implantar electrodos en zonas específicas del cerebro conectados a un dispositivo similar a un marcapasos, ha demostrado ser eficaz donde muchos fármacos y terapias fallaron.
"Estaba enfrentando la muerte", confesó Ellis en una entrevista. Se animó a firmar los documentos de consentimiento sin dudarlo, animada por la promesa de alivio tras años de sufrimiento psicológico. Lo que en su momento fue un último recurso, se transformó milagrosamente en una segunda oportunidad de vida.
“Estoy celebrando cada pequeño logro, porque para mí esto es vida extra”, añade Ellis, cuya implantación se realizó en 2011 en la Universidad de Emory.
La dura realidad tras el final del ensayo
La implantación de estos dispositivos ocurre como parte de ensayos clínicos financiados, en su mayoría, por instituciones públicas como los National Institutes of Health (NIH) de Estados Unidos. Pero lo que no se contempla en muchos casos es el mantenimiento a largo plazo de los dispositivos, ni la cobertura médica posterior al estudio.
La situación se hizo evidente en el caso de Carol Seeger, a quien se le implantó el dispositivo en 2012 también en Emory. Su DBS ayudó a aliviar sus síntomas durante años hasta que, un día, la batería dejó de funcionar. El sistema de salud pública no quiso costear una nueva. Tampoco la cobertura privada que aún le proporcionaba el trabajo de su esposa.
El resultado: cuatro meses sin tratamiento y una rápida recaída en su depresión debilitante. “Me preguntaba, ¿por qué sigo soportando esto?”, relató. Fue el hospital el que, al final, le ayudó a financiar el reemplazo, junto con varios miles de dólares que pagó ella misma.
Un vacío legal y ético
Gabriel Lázaro-Muñoz, investigador de la Universidad de Harvard, advierte sobre una problemática creciente: los ensayos dejan de financiarse, los dispositivos no son reconocidos como tratamientos válidos por las aseguradoras y el paciente queda sin cobertura. “No hay mecanismos legales que obliguen a las empresas fabricantes a seguir proporcionando repuestos o servicios una vez terminado el ensayo clínico”, señala.
El problema es aún más grave considerando que estos dispositivos no son una cura permanente. Funcionan únicamente mientras estén operativos. “Si esto se apaga, enfermo otra vez”, advierte Ellis. No se trata de un milagro irreversible, sino de un tratamiento que debe mantenerse.
Según estudios recientes, más de 200 personas en EE. UU. viven con implantes experimentales de neuromodulación para trastornos psiquiátricos. Y aunque el número pudiera parecer pequeño, sus implicaciones éticas son enormes. (Fuente: NIMH, 2024).
El drama de la financiación: cuando los recortes apagan la esperanza
La historia de estos pacientes se volvió aún más incierta cuando en mayo de 2025 el gobierno federal —específicamente la administración Trump— anunció la cancelación de cientos de proyectos financiados por los NIH. Uno de ellos era el del propio Lázaro-Muñoz, quien había logrado consolidar una iniciativa para avanzar en políticas de seguimiento a pacientes con dispositivos neurotecnológicos. El recorte dejó su trabajo (y la esperanza de muchos) en el limbo.
El proyecto había recibido casi un millón de dólares durante los años fiscales 2023-2024. Pretendía reunir a fabricantes, investigadores, aseguradoras y reguladores para encontrar una solución sostenible al cuidado a largo plazo de personas con estos dispositivos. “Debemos hacer todo lo posible como sociedad para ayudarles a mantener su salud,” declaró el investigador.
«Consentimiento bajo presión»: ¿realmente estaban informados?
La FDA (Administración de Alimentos y Medicamentos de EE. UU.) obliga a los ensayos clínicos a incluir información sobre potenciales riesgos en el formulario de consentimiento informado. Sin embargo, no exige que se describa qué sucederá después del fin del ensayo. Muchos participantes, enfocados en aliviar su sufrimiento, prestan menos atención a detalles sobre mantenimiento o posibilidad de retiro del dispositivo.
Como recuerda Brandy Ellis: “Era un consentimiento al borde del abismo. Solo quería vivir”.
Costos insostenibles para los más vulnerables
El reemplazo de una batería cuesta más de $15,000 sin seguro, según ha estimado el mismo Lázaro-Muñoz. Algunas compañías todavía producen nuevas versiones de dispositivos, pero dejan de fabricar las versiones antiguas, dificultando conseguir repuestos. Incluso si existen, el acceso económico es otro obstáculo. “Que estén disponibles no garantiza que sean accesibles”, observa Ellis.
Además, muchos participantes de ensayos no pueden acceder a coberturas generales porque los dispositivos aún no han sido aprobados como tratamientos estándares. Medicare —el sistema federal para mayores de 65 años y ciertos pacientes discapacitados— solo cubre la DBS para enfermedades aprobadas como el Parkinson o epilepsia, no para la depresión resistente.
¿Qué nos dice esto sobre la medicina del futuro?
Todo esto genera una inquietante pregunta: ¿Hasta qué punto es ético impulsar el desarrollo de tecnologías experimentales si no se garantiza su sostenibilidad ni se protege a quienes se arriesgan a probarlas? Más aún cuando esas tecnologías muestran ser efectivas para condiciones que afectan a millones.
En Estados Unidos, cerca del 5% de la población adulta padece depresión mayor severa, según datos del NIMH (2023). Muchos de esos casos son resistentes a tratamientos convencionales. Aunque terapias como la DBS no son una solución masiva (debido a su alta especialización), ofrecen vitalidad, funcionalidad y esperanza a un segmento especial de pacientes. Tenerlos en el olvido es, en palabras de Lázaro-Muñoz, “un fallo ético de proporciones sistémicas”.
El activismo silencioso de los pacientes
Hoy, tanto Ellis como Seeger se han convertido en defensoras de derechos de pacientes con tecnologías neuroimplantadas. Dialogan con organizaciones, instituciones clínicas, empresas tecnológicas y legisladores para que estos temas obtengan el tratamiento regulatorio que necesitan. “No solo estamos luchando por nuestra salud, sino por la de quienes vendrán después”, concluye Ellis.
Sus historias revelan que no basta con innovar. La ciencia debe garantizar que las promesas que hace puedan cumplirse más allá de las publicaciones académicas.
“La tecnología salva vidas, sí. Pero también puede condenarlas al abandono si no se piensa en el día después.”