Justicia a destiempo: la herida abierta del caso Ashli Babbitt y el costo del caos institucional en EE. UU.
El trágico disparo durante el asalto al Capitolio, las secuelas judiciales, y cómo las fallas institucionales en EE. UU. siguen costando millones—en dinero y en confianza pública.
Un disparo que dividió a un país
El 6 de enero de 2021, el mundo fue testigo de uno de los episodios más oscuros en la historia reciente de Estados Unidos: el asalto al Capitolio. En medio del caos, Ashli Babbitt, una veterana de la Fuerza Aérea de 35 años proveniente de San Diego, California, fue fatalmente baleada por un oficial del Capitolio mientras intentaba atravesar una ventana rota que conducía a una zona restringida del Congreso.
Babbitt no estaba armada. El oficial, vestido de civil, disparó cuando ella trataba de escalar por una ventana en la puerta que daba a la Speaker’s Lobby, justo cuando un grupo intentaba ingresar violentamente al recinto. Según el Departamento de Justicia, el agente actuó en defensa propia y de los legisladores.
Un acuerdo millonario y silencioso
La noticia más reciente sobre este evento es que la familia de Babbitt ha llegado a un acuerdo extrajudicial con el Departamento de Justicia por un monto cercano a los 5 millones de dólares. Esto representa una marcada diferencia respecto al reclamo original, que ascendía a 30 millones.
Aunque el caso ha sido cerrado oficialmente, sus implicancias siguen generando debate: ¿Es este acuerdo un reconocimiento implícito de responsabilidad por parte del gobierno? ¿O es simplemente una estrategia legal para evitar un juicio extenso y mediático?
Una narrativa polarizada
El caso de Babbitt ha sido utilizado como bandera por distintos sectores políticos. Para algunos conservadores y seguidores de Donald Trump, Babbitt es considerada una mártir del movimiento “Stop the Steal”. Para otros, se trató de una trágica consecuencia de una decisión personal de participar en un motín ilegal y peligroso.
“Ashli no representaba una amenaza real”, afirmó su familia en documentos judiciales, argumentando que el oficial actuó sin advertencias previas ni intentos de desescalación.
En cambio, el oficial ha sostenido públicamente que disparó como “último recurso”, explicando que no pudo evaluar si la mujer estaba armada y temía por la vida de los congresistas en la zona.
De las balas judiciales a las financieras
El acuerdo alcanzado destaca una tendencia creciente en Estados Unidos: resoluciones financieras para poner fin a conflictos institucionales. Casos de abuso policial, discriminación o negligencia están costando millones a los contribuyentes.
Uno de los ejemplos más llamativos es el caso del exsheriff Joe Arpaio en Arizona. Su programa de patrullas contra inmigrantes derivó en una condena por perfil racial en 2013 y una supervisión judicial que aún hoy le cuesta a Arizona más de 352 millones de dólares, con gastos proyectados hasta 2026.
¿Estamos ante un patrón de autoridades que operan fuera del marco legal y luego pagan con dinero público por sus actos? En el caso Babbitt, hay quienes argumentan que ese es exactamente el problema.
Precedentes que pesan
- George Floyd (2020): El caso más emblemático de brutalidad policial en tiempos recientes. El estado de Minneapolis pagó 27 millones de dólares a su familia.
- Breonna Taylor (2020): Su familia recibió 12 millones tras una redada policial fallida en Louisville, Kentucky.
- Tamir Rice (2014): Un niño de 12 años asesinado por la policía en Cleveland. Acuerdo: 6 millones.
Estos eventos, sumados al de Babbitt, no solo representan dolores personales irreparables, sino también un alto coste institucional, político y financiero.
El riesgo de la impunidad y la repetición
El oficial que disparó a Babbitt fue absuelto tanto por la Oficina del Fiscal de EE. UU. como por el departamento de Policía del Capitolio. En teoría, actuó conforme a los protocolos de defensa. Pero esto ha encendido un debate inevitable: ¿Son los protocolos actuales adecuados para momentos de crisis nacionales como el 6 de enero?
Para muchos ciudadanos comunes, queda la sensación de que las instituciones responden a posteriori, cuando el daño ya está hecho. Y mientras tanto, se preguntan: ¿quién garantiza que un evento así no se repita?
La víctima, ¿símbolo o advertencia?
La figura de Ashli Babbitt se ha convertido en un símbolo híbrido en la narrativa política estadounidense. Para algunos es la prueba del “Estado profundo” atacando a los patriotas. Para otros es el ejemplo de medidas legítimas en defensa del orden democrático.
Sea cual sea la visión, su muerte, y el posterior acuerdo financiero, representan los costos profundos de una nación políticamente fracturada, con instituciones que aún luchan por recuperar legitimidad tras años de escándalos, populismo e insurrección.
Una democracia que se cuestiona a sí misma
Este episodio brinda la oportunidad para reflexionar más allá del debate sobre culpabilidad individual. Lo que está en juego es la calidad de las instituciones democráticas. Si la violencia política y el extremismo siguen encontrando simpatizantes y mártires, ¿qué nos dice eso sobre la salud de la democracia estadounidense?
"No se puede proteger una democracia si no se protege también la verdad y el Estado de derecho", decía Ruth Bader Ginsburg. Su advertencia resuena más fuerte que nunca en casos como este.
¿Qué sigue ahora?
Más allá del cierre judicial, el episodio Babbitt es un caso de estudio sobre cómo los gobiernos enfrentan —o evitan— sus crisis internas. El acuerdo de 5 millones no repara una vida perdida, ni resuelve los problemas estructurales de institucionalidad, violencia e impunidad. Pero al menos, abre una ventana para exigir reformas genuinas.
Estados Unidos sigue pagando, con dinero y confianza, las facturas de políticas erráticas, liderazgos polarizantes y sistemas policiales que no siempre están a la altura de las exigencias constitucionales.