Un legado de servicio: la historia de Albert Votaw y el ocaso de USAID
La vida de un servidor público que sacrificó todo por su país refleja los valores que Estados Unidos parece haber abandonado
El rostro humano de la diplomacia estadounidense
Albert Votaw fue más que un funcionario del gobierno de EE.UU.; fue una figura luminosa dentro de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID). Con su característico bigote estilo manillar y sus moños hechos a mano por su esposa Estera, Albert representaba una época en la que el servicio público estaba arraigado en ideales de cooperación internacional, desarrollo y paz.
En 1983, su vida —y la de 62 personas más— fue abruptamente terminada por un atentado con coche bomba en la embajada de EE.UU. en Beirut. Desde entonces, su familia conmemora cada 18 de abril como un día de luto y reflexión, pero también como una reafirmación del ideal de servicio que Albert representó y que, trágicamente, hoy parece estar desmantelándose junto con la propia USAID.
El nacimiento y espíritu de USAID
USAID fue fundada en 1961 por el presidente John F. Kennedy, bajo la premisa de que para proteger los intereses estratégicos de EE.UU. no bastaban los militares y diplomáticos: se necesitaba también un compromiso sólido con el desarrollo internacional. Desde sus comienzos, la agencia trabajó para mejorar las condiciones de vida en países en desarrollo, desde programas educativos hasta expansión de viviendas rurales.
Albert Votaw personificó esta misión desde su primera asignación en Costa de Marfil, donde los lugareños apodaron su inconfundible automóvil blanco como el barco. Su trabajo con comunidades vulnerables fue tan reconocido que llegó a recibir una medalla honorífica del gobierno marfileño. Cuando Albert fue asesinado en 1983, funcionarios africanos hicieron un largo trayecto transatlántico para asistir a su homenaje póstumo en EE.UU.
Una vida familiar marcada por el servicio
La tragedia no segregó a la familia Votaw del legado de Albert, sino que los sumergió aún más en él. Cathy, su hija, dejó su trabajo como abogada privada para convertirse en fiscal federal y activista por los derechos de las víctimas del terrorismo. Su lucha llevó a la creación de un fondo para compensar víctimas de ataques, financiado con multas cobradas a entidades que hacían negocios con estados patrocinadores del terrorismo.
Su hija Anna Eisenberg, nieta de Albert, optó también por seguir sus pasos. Como contratista de USAID, trabajó en zonas de guerra como el norte de Nigeria y Afganistán, tratando directamente con comunidades vulnerables y enseñando habilidades de comunicación. “Sí, mi abuelo fue asesinado por una bomba. Estamos bien”, decía, como si esa dura historia familiar le otorgara inmunidad moral para enfrentar situaciones de peligro.
USAID hoy: el desmantelamiento de una institución
Cuatro décadas después, la institución que tantos como Albert ayudaron a construir parece estar al borde de la extinción. En medio de la segunda oleada de reformas impulsadas por Donald Trump y Elon Musk, el gobierno de EE.UU. ha desmantelado gran parte de USAID en nombre de la eficiencia estatal. Su sede en Washington ha sido clausurada, la mayoría de sus programas en el extranjero eliminados, y más del 80% de su personal despedido.
Un mensaje en redes sociales escrito por Musk selló el destino de la agencia: “Spent the weekend feeding USAID into a woodchipper” [Pasé el fin de semana metiendo a USAID en una trituradora de madera].
La pared conmemorativa en la sede, donde figuraba el nombre de Albert Votaw junto al de otros 97 compañeros caídos en misiones humanitarias, fue desmontada recientemente. La familia Votaw, junto con cientos de trabajadores actuales y retirados, observó en silencio el fin institucional de una era, mientras esperaban que al menos el símbolo del sacrificio permaneciera en algún lugar digno.
El ataque de Beirut y el principio del fin
La bomba que mató a Albert el 18 de abril de 1983 fue antecedente de otras masacres, incluyendo el atentado al cuartel de Marines meses después que costó 241 vidas. El entonces presidente Ronald Reagan pronunció un discurso sobre los ataúdes recién llegados desde Beirut, asegurando que la mejor manera de honrar a los muertos sería continuar su labor.
“La mejor forma de mostrar nuestro amor y respeto por nuestros compatriotas que murieron en Beirut es continuar con su tarea”, dijo Reagan. Parecía un compromiso pero, con el tiempo, se volvió una promesa rota.
Contra ideologías, por la humanidad
Albert era hijo de una mujer judía-estadounidense y esposo de Estera, una sobreviviente del Holocausto que había estado en Auschwitz y Bergen-Belsen. Juntos veían el trabajo con USAID no solo como una carrera, sino como una extensión de sus convicciones morales. No era política: era humanidad.
En tiempos donde la diplomacia y el desarrollo internacional han sido malinterpretados como “desperdicio presupuestario” o herramientas de expansión ideológica, recordamos que personas como Albert pusieron su vida en juego para demostrar lo contrario. Fueron embajadores sin armas, llevando educación, vivienda y dignidad a comunidades devastadas.
El legado intangible que persiste
En medio del luto y la frustración, la vida de Albert encontró una manera de resonar en su familia a través de generaciones. No solo conmemoraron su memoria, sino que lucharon por mantener vivos los principios de un mundo donde ayudar al prójimo era misión de Estado. La resiliencia de Cathy, su activismo judicial, y el coraje casi temerario de Anna en terreno hostil, son un ejemplo de eso.
Cuando USAID cerró, no solo perdimos una agencia gubernamental más. Perdimos algo que, aunque imperfecto, fue la expresión más noble de los ideales estadounidenses en el extranjero. Hoy, al mirar una fotografía antigua de Albert rodeado de líderes africanos en un pueblito remoto de Costa de Marfil, entendemos que el verdadero poder de una nación no está en su músculo militar, sino en su capacidad de crear esperanza.
¿Y ahora qué?
Al ser testigos del desmantelamiento de USAID, nos enfrentamos a preguntas difíciles: ¿Qué lugar ocupa hoy la empatía en la política exterior? ¿Qué tipo de país queremos ser? ¿Uno que cierra sus puertas al mundo, que desarma sus puentes humanitarios por motivos ideológicos, o uno que aún cree en tender la mano?
La historia de Albert Votaw no es solo la crónica de una vida que terminó trágicamente. Es una advertencia y una inspiración. Un llamado a no dejar morir ideales que, aunque menos visibles que un portaaviones o un misil, construyen una paz más profunda y duradera.