Sobre el rock, la poesía y el amor

Sobre el rock, la poesía y el amor
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El rock desfallece, se cae a pedazos.

De un tiempo a esta parte, he visto como se derrumba la torre aquella otrora descomunal que se levanta como un punto de referencia, un faro, una guía a la distancia. He visto caer los cuerpos, las intenciones, ahora pequeñas, superfluas y livianas.

Leonard Cohen ha muerto, al interior de esta torre. Un grande, qué más decir, quizá el último de los que defendían el rock como eje cultural, como bastión en medio de la tormenta.

l ha resistido. Nos ha puesto en evidencia, ha desnudado nuestras famélicas convicciones. Ha revelado que preferimos caer, saltar por los vanos, a ser parte del derrumbe. Es el estado del rock actual, cuyos representantes se dejan arrastrar por el peso gravitatorio de la moda del sonido. Así como también tantos otros carentes de ideas recurren a los aparatos, a la ficción, a la pirotecnia, cuando la magia proviene de otro estatuto, de un paso anterior que reside en el corazón, en el poder de la palabra y en el equilibrio del sonido.

Algo nos ha enseñado Cohen, y es que la música (el rock en sí) es poesía en otro recipiente, codificada en otro lenguaje. Ambos provienen de la misma fuente, del motor revolucionario del amor.

El rock es revolución, no tanto política como espiritual, sino del comportamiento y la carga afectiva con que se debe llevar los actos; en definitiva, del amor como acto creativo.

Hoy por hoy no se canta ni se rinde tributo a esta fuerza creadora, sino a sus satélites e imágenes espejadas, al fenómeno que resulta luego de mutilar extremidades y extender sus partes; después de vaciar gran parte de su contenido.

Hoy por hoy la frivolidad gobierna los medios, así como también la primera opción de un sello es la mediocridad. No hay amor por el arte, ni arte por el amor, ni se busca hacer de la música una experiencia reveladora, o por lo menos con carácter. Los músicos se contentan (¿nos contentamos?) con sonar bien, o cool, o representar, cuando en realidad debieran ser.

Leonard Cohen siempre fue, y nunca fue más allá de sí mismo, pues lo primordial en esto del rock es permanecer, como la torre, espigada y fuerte, y resistir, de esta manera, los embates de las mareas que golpean incesantemente los muros.

Me hago cargo de esta cita de Flaubert y me sumo a ella.

Pero hoy en día la torre desfallece, se ladea y hunde en terreno fangoso e incierto.

Muchos han de morir, pero al interior de sus muros.

Muchos han de caer como cobardes ante el hecho del amor por lo que debe apuntalarse.

La muerte nos alcanza a todos, incluso al rock. Algunos quedaran sepultados bajo los escombros. Otros no. Sus tumbas permanecerán por siempre intactas, respetadas y en la zona cero, saturadas de poesía, recordando que el rock se ha erigido alguna vez como una gran torre en el centro del arte y la música.

Pues Leonard Cohen ha muerto, y el vacío nos gobierna. Mientras unos bailan el ritmo de moda, yo permanezco en silencio, conciliando las palabras y desempolvando discos viejos, de aquéllos que durarán por siempre, aunque ya no haya eje ni torre que nos guíe.

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